Los caminos de Voltak

Ta Megala
Fernando Solana Olivares

Hans-Joachim Voltak huía por la noche como un monstruo de ojos que fisgaban. Había dejado la camisola del asilo psiquiátrico hecha nudo en la garganta del guardia y el frío le calaba los huesos. No tenía un plan porque la ocasión para fugarse no la esperaba: el guardia cabeceando, el manojo de llaves suelto, el impulso repentino, la corta lucha que lo llevaba a esa caminata castañeteante.

       La alerta seguramente ya se había trasmitido y era urgente que Voltak encontrara un refugio. Pensó en el boletín que la dirección del asilo mandaría a la policía, los museos, los comercios de arte y la prensa, contando el historial que lo convertía en una amenaza: ataques a galerías de Hamburgo, Lübeck, Hannover, Essen y Düsseldorf en 1977; ataque a tres cuadros de Rembrandt en 1979 y a tres de Durero en 1988.

       Recordó al viejo Ripley y dirigió sus pasos hacia el sur de la ciudad. Se sentía hecho de cristal, como si las ventanas ciegas lo escudriñaran al pasar delante de ellas. Ben Ripley alguna vez se lo había dicho: “Crees que lo que ya ocurrió, la catástrofe, todavía está por suceder”. Entonces luchaba contra las emociones negativas. No-identificación, no-consideración, no-expresión. Podía ver delante de sí el rostro indiferente y la mirada penetrante de Ripley cuando le decía eso, mientras caminaba lacerado por el frío de la ciudad desierta.

       Tropezó con unos juerguistas a las puertas de un súbito local de baile. Un hombre golpeaba a una mujer mientras otra pareja presenciaba el pleito. Lo sobresaltó la escena, bajó al arroyo y caminó de prisa porque pensó que la imagen estaba montada para detenerlo. Cuando su mirada se cruzó con la de la mujer tirada en el piso, supo que así había sido. Sus enemigos le seguían los pasos.

       La vieja casa señorial de otros tiempos se veía disminuida por el descuido. Voltak golpeó el oxidado aldabón sobre la hoja de roble hasta que una mirilla se abrió. No reconoció la voz que indagó quién era, ni la voz advirtió reconocerlo. Pero los ojos de Ripley eran tan penetrantes como siempre.

       —La voz es un espejo del alma —afirmó más tarde, cuando Voltak y él estaban sentados en la empobrecida estancia. —Mi alma ha cambiado, mi voz también. 

       Pensó que su fortuna debía agregarse en la lista de las transformaciones negativas, aunque guardó silencio esperando que el inesperado visitante explicara qué hacía allí. Llevaban años de no verse el hombre viejo, de expresión abatida y ojos de ascuas, y el otro, nervioso, enjuto, de edad indescifrable, que tiritaba.

       —Debes cubrirte. Por ahí hay una manta —dijo Ripley, lanzando su mano al vacío.

       Voltak tomó la manta y se cubrió. Una súbita tranquilidad descendió sobre su cuerpo.

       —Acabo de fugarme del asilo y necesito tu ayuda. No estaré aquí mucho tiempo.

       —Esto no es acogedor, ¿sabes? Se cuela el agua y se va la luz. La justicia sigue tus pasos.

       —No cambias, viejo. Más te herrumbras, más te endureces.

       —Y mi caparazón se vuelve impenetrable.

       —¿Qué piensas de lo que he hecho? 

       —¿Aquello que llaman tus ataques?

       —No es un término exacto, Ripley. Di acciones.

       —Me parecen actos bárbaros.

       —¿No entiendes su sentido?

       —No podría entenderlo. ¿Por qué destruir la belleza?

       —Corrompe el mundo, Ripley. Tú mismo lo dijiste.

       —En sentido simbólico debe haber sido, no literal.

       —Me confundes, Ripley. Yo habito en una dimensión literal.

       —¿Qué buscas de mí, Voltak? Sigue tu camino.

       —Ayuda, consejo, dinero. Lo que me puedas dar.

       —Me he desprendido de todo. Mira a tu alrededor.

       —Las estirpes más altas siempre se disfrazan. Como tú.

       —¿A dónde irás cuando te vayas?

       —No lo sé.  

       Voltak tomó al inválido por el cuello y lo ahorcó. Arrastró el cuerpo de Ripley hasta la penumbra de una habitación trasera. Le quitó las ropas y se las puso. Sintió en la piel su tibieza. Se caló un gorro que colgaba de la bolsa del abrigo y fue a sentarse en la silla de ruedas. Colocó la manta sobre sus piernas y esperó.

       Un crujido lo distrajo de sus pensamientos. En la galería Thyseen, cerca de ahí, se exponían dos cuadros de Vermeer. La noticia había decidido su fuga. El cuadro Joven con arete de perla era una de sus mayores obsesiones y rumiaba cómo acercarse a él. No había escuchado el nombre del otro lienzo expuesto cuando una mujer platicaba de ello en la sala de visita del asilo, pero era suficiente con el primero, que podía ver nítidamente con los ojos cerrados como en una visualización: las pinceladas semicirculares para lograr el azul ultramar del fondo, los puntos de luz aplicados a la chaqueta amarilla, la boca húmeda de la joven, el pequeño brillo de su arete, el turbante vuelto cabello.

       Voltak había sido aprendiz de pintor. Entonces pasaba horas escudriñando grabados y contemplando obras que jamás mostraban sus secretos, su significado real. En esos tiempos conoció a Ripley, catedrático de estética en la universidad y conferencista de café por entonces. El crujido se escuchó otra vez. Llegaba el enemigo. La inspección fue rápida. Contestó con monosílabos negativos a las preguntas sobre su propio paradero. La policía decidió dejar un guardia por los alrededores cuando supo que en la casa no había teléfono. Es un hombre muy peligroso, le advirtió uno de los agentes antes de marcharse. 

       Así era mejor, se dijo: él mismo ser Ripley, porque Ripley ya no era, y seguir actuando en su nombre gracias a aquellas madrugadas en que fascinaba auditorios de noctámbulos, artistas o mariposillas, y sus revelaciones podían cambiar repentinamente la vida de cualquiera. La suya, por ejemplo, al escucharlo afirmar que la religión y el arte eran nombres distintos para la misma experiencia de intuición de la realidad, que el arte era un mediador, quizá el último, entre nuestro mundo y el otro, que su esencia era la nostalgia (repetía una línea de Gottfried Benn: “Melancolía, que a la poesía conduce”) oculta en la metáfora, esa operación que llevaba más allá para mostrar lo otro de lo mismo. Ripley reclamaba con voz tronante que el arte era un soporte para mirar el misterio, un vehículo de relámpagos y fuerzas. Entonces acallaba el bullicio del café para ser oído con devoción temerosa.

       Escuchándolo, Voltak comprendió que destruir los residuos de lo divino en el arte era su trascendente misión. El acontecimiento surgió en un accidente. Presenciaba la restauración de un grabado del maestro LCz, Mercurio en la tarde, cuando fue derramado un solvente que corroyó la imagen sobre el papel. Lo que miró fue una revelación: si la obra de arte era Dios operante, como Ripley predicaba, su disolvencia podría mostrar por un instante la materia divina.

       El maestro montó en cólera cuando Voltak explicó su epifanía. Lo corrió de la mesa y declaró su ostracismo. No volvieron a saber de él hasta su primera acción en Hamburgo, donde arrojó ácido a un óleo de Goltzius.

       “Demencial, alienado, vergonzoso”. Voltak usó como plegaria durante años las palabras de Ripley al testificar en su contra. Él sabía que las obras de arte eran lascas sagradas, residuos prodigiosos de otro mundo depositados en la mente de los seres humanos que creaban opacas copias de su visión. Sacrílegos simulacros que Ripley, aunque luego lo negara, lo conminó a destruir.

       —Yo habito en una dimensión literal.

       Dijo la frase como si delante de él todavía estuviera el viejo. Se asomó por la ventana y no vio a ningún guardián. El amanecer llegaba. Voltak salió de la casa. Atrás quedaba el cadáver con una mueca de sorpresa en el rostro. Caminó hacia la cinta de fuego que el sol encendía a lo lejos en el estuario del río.

       Paseó con disimulo delante de la vidriera de la galería, aún cerrada. “En el arte la primera idea siempre es la mejor idea”. Decidió, como lo hizo desde la primera vez, seguir uno de los proverbios del viejo para cumplir su tarea. Entró en la sala cuando el ujier abrió las puertas, nadie lo notó y pudo llegar hasta el retrato de la Joven con arete de perla. Él comenzó a hablarle y ella le sonrió.

       Ahora su celda tiene más candados. Lleva mucho tiempo encerrado y a menudo sueña sueños de metáforas y lo divino. En uno de ellos el fantasma de Ripley le mostró cómo marcharse al interior del cuadro. Antes de entrar en él, palideció.

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