Los otros entre nosotros

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

1. Uno siempre es otro para los otros, dijo Freud. Y los otros siempre son otros para uno, pienso yo, mientras en los pasillos van surgiendo presencias de un pasado que me parece mucho más remoto de lo que cronológicamente resulta, como si hubieran transcurrido varias vidas desde la última vez que anduve por aquí, hace unos años solamente. La Feria del Libro de Guadalajara es desmesurada, insolentemente grande, su valor es el número, siempre en crecimiento, y su sustancia parece haberse convertido en algo tan volátil que se esconde entre los laberintos de lo interminable. Y del vacío, que es la innecesaria abundancia del objeto. Su inútil multiplicación. Mientras más sean menos serán. Y hay tantos, tan incontables libros, que pareciera que no hay ninguno.

2. Una pícara jovencita, edecán de la feria, confiesa formar parte de una discreta brigada cuya función es llevar alumnos de prepa a las salas donde se suceden sin cesar las presentaciones de libros. Ella me garantiza que en la mía habrá público, así coincida con otras tres o cuatro presentaciones más taquilleras, entre las cuales una con merecimientos literarios que me harían preferirla a la mía, donde los presentadores serán amablemente hiperbólicos: son inusuales las fiestas de quince años donde un invitado ebrio proclame a voz en cuello que la festejada ya no es doncella, así como no hay presentación en la que se opine que el libro de marras es pésimo. Todo es cortés y comedido entre adjetivos de magnitud. Quien se los creyera literalmente diría que es un genio de las letras el que ahí se está dando a conocer, que un libro de culto ha surgido.

3. Y en medio de un tiempo cronometrado de antemano —más o menos cuarenta minutos porque a continuación vendrá otra presentación y después otra—, uno de los presentantes comete un dislate o quizá perpetra un acto de justicia mayor. “No lean nada, tampoco este libro”, dice al puñado de jovencitos entre azorados y ausentes que mayoritariamente componen la asistencia: “no lean nada, mejor vivan”. Parafrasea a Alessandro Barico, un autor que así provocó alguna vez a sus miles de lectores, sin duda un lujo arrogante debido a la abundancia y no a la carencia de ellos. Y califica las páginas de mi libro como un “desperdicio del vivir”. Las dos afirmaciones me saben a un elogio inmerecido.

4. Así surge una pequeña epifanía, pues lo dicho por este hombre me parece un hallazgo, un cadáver exquisito, una refinada deconstrucción. No representa un lapsus, porque es cabalmente consciente de lo que dice: no fue el lenguaje el que habló por él, como suele pasar cuando el habla nos habla. Tampoco supone un acto de cándida franqueza y falsa conclusión, como aquel que antaño me sucedió con otro presentador quien dijo: “Yo no he leído el libro de (aquí viene mi nombre), aunque estoy seguro de que es muy bueno”.  

5. Sin embargo, debo aclarar una confusión explícita en la anti libresca afirmación del autor italiano multiventas aludido tan inesperadamente: vivir no impide leer, leer es una forma enriquecida del vivir porque leer es vivir una y otra vez. Y así lo argumento, pidiendo al público que no sea lo mío lo que se lea, pero que sin falta se lea. Menciono al yo vertical que genera la lectura contra el yo difuso provocado por la pantalla visual, cito un fragmento poético de Paz y hablo de la psicología de la mutabilidad actuante en la lectura. Invoco a Morin y advierto que el pensamiento se ha vuelto ciego y que la lectura es mirar de nuevo esta crisis de la humanidad incapaz de convertirse en Humanidad. Repito la norma canónica de que leer constituye vivir nuestra vida para multiplicarla en otras vidas: “¿Cuántos eres? Si no has leído sólo eres uno, si has leído eres muchos”. La Galaxia Gutenberg me guiña un ojo y en mi fuero interno el homo sapiens piensa en Rilke: “¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo.” O bien: leer es sobreponerse. Luego, es todo.

6. Escucho una conversación al deambular por los atestados pasillos de la feria, que quizá solamente (la conversación, pero acaso también la feria) ocurre en mi cabeza: “Kafka nunca presentó sus libros. Goethe tampoco. Kraus menos”, afirma una voz. “El primero dejó el encargo de quemarlos. El segundo fue una estrella mediática que nada más requirió publicidad de boca a boca. El tercero detestó a todos y a todo, pero leyó su escalofriante visión sobre los últimos días de la humanidad en salones vieneses llenos a reventar”, le contesta otra. “Pues yo quisiera hacer como aquel genio plástico cuando le pidieron su currículum y él propuso que sólo consignaran: Balthus es pintor”, concluye una tercera.

7. Veo al escritor multipremiado, al publirrelacionista, al convertido en personaje de su impostación, al amargado, al escondido, al que cree que será un autor póstumo, al incipiente, al arrogante, al humilde, al elogiador, al oportunista, al brillante, al auténtico, al silencioso, al estridente, al inseguro, al que se autopublica, al que no encuentra sus libros en los estands de las editoriales que los han publicado, al que los va sacando de un morral para regalarlos a conocidos que no conoce, al mendigo desdeñoso, al que se admira a sí mismo sin reservas, al pedante solemne, al que se odia sin pausas y con muchas prisas, al envidioso, al genio incomprendido, al que cree amarse sin saber que se detesta, al practicante del sagrado descontento, al que no entiende qué hace entre esa muchedumbre, al equilibrista del tedio, al narciso ahogado en su patético reflejo, al agorafóbico que ya se engentó. Todos han de estar ahí porque ser es mostrarse, ser es asistir. ¿Quién de ellos quemará sus mejores páginas una vez al año cuando menos, quién dirá de su propia escritura: despéñate, torrente de la inutilidad? En algún lugar que no es esta feria de las vanidades alguien está escribiendo sin importarle publicar. Es un autor misántropo, un apartado por decisión propia, no es miembro de la sociedad de la apariencia ni pertenece a la sociedad confesional. Él escribe, y ya.

8. La violencia de la positividad, del consenso único, del número creciente, del agotamiento por la sobreabundancia, del espanto por la superproducción, el superrendimiento, los multipremios, la sobresocialización. ¿A dónde irá esta oscura desbandada? ¿A dónde llegará? Los tantos libros, los tantos autores, los tantos no-lectores. Y los babélicos ejemplares impresos ¿alcanzarán el cielo próximo a los dioses o perecerán en el olvido de la disgregación? 

9. Hoy recuerdo todo esto que fue ayer y todavía sigue siendo. Me pierdo una vez más en aquel jardín donde se bifurcan las distancias, las dudas, los sinsabores: ¿por qué, para qué escribir? ¿Para uno mismo, para el inesperado lector que ahora acude a estas líneas y al leerlas las vuelve suyas y así todo lo sabemos (escribimos) entre todos? ¿Para quién no le importan —“¡Ay!… Es que escribes bien complicado”—, y aunque las lea apenas les prestará atención? No es para demandar (aunque se debería) que el lector invierta en la lectura el mismo tiempo que le llevó al autor escribir el texto, según altiva e inútilmente exigió Joyce. Menos hoy, cuando aquel “animal lingüístico”, como los griegos antiguos llamaban a los hombres, no es común sino extravagante, atípico y un tanto loco, hoy cuando los muchos ignoran y desprecian aquel “duro deseo de durar” que la lectura encarna.

10. Estoy escribiendo una autobiografía en las tres personas del singular: un yo confesional, un tú conminativo, un él distanciador. Será una catarsis, un pasado en claro, una limpieza biográfica, un trabajo en lo echado a perder. Significa una intervención sobre mi tiempo existencial, un intento de corregir (comprender) lo incorregible. Su método escritural proviene del Jesús apócrifo: lo que saques que esté dentro de ti te salvará, lo que no saques que esté dentro de ti te destruirá.  Alquímicamente simboliza un “Disuelve y coagula”. Será pykros, el agua amarga de la autocuración.Lleva por nombre El espejo. No tendrá lectores. Cuando la concluya la quemaré.

11. No hay actos gratuitos, así se cumplan sin testigo alguno.

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