De la desdicha anticipada 

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

La premeditación estoica propone: “Piensa en todo, espéralo”, pero aquella mujer otoñal no lo sabe y de saberlo tampoco le importaría. ¿Para qué amargarse con esas cosas malas y negativas si el optimismo mágico de los libros y videos de autoayuda la han convencido de que pensar siempre positivo es una garantía del bienestar personal? 

       Tampoco sabe, y le daría igual, que el Dhammapada budista, tan saqueado por la positividad tóxica del felicismo compensatorio de estos días amargos, comience diciendo: “Todo lo que somos es el resultado de lo que hemos pensado: se fundamenta en nuestros pensamientos, está constituido por nuestros pensamientos”.

       ¿Alguien se tomará el trabajo de explicarle a esta señora que ese pensamiento es sobre todo el pensamiento que nos piensa desde los irritantes síquicos del odio, de la avidez y el deseo, del egoísmo contemporáneo de la época y de la ignorancia sobre la naturaleza impermanente, insustancial e insatisfactoria de la vida según el budismo, y no es para nada el narcotizante pensamiento de que todo estará felizmente bien desde los lugares comunes del “nunca cambies”, “échale ganas”, “tú vales mil” o “la realidad es cuestión de enfoques”? Para esta axiomática dama otoñal la cuestión es mucho más simple: si piensas bien te va a ir bien. Y ya: mentalízate positivamente y el universo te responderá.

       Quizá algún lector de Musil, si lo hay entre los asistentes, se pregunte lo que aquel se preguntó en una situación parecida: “¿Es estúpida esta dama?” La cortesía diría que no, o que no lo es completamente, o que no lo es siempre. Aunque hable mucho de sí misma, lance juicios con mucha decisión y a propósito de cualquier cosa. Aunque con frecuencia ande aleccionando a los demás. Y aunque tanta ordinariez sea la praxis de la estupidez 

       Por eso, en medio de la presentación de un libro de ácidos, disolventes ensayos sobre el grave estado actual de las cosas, A plena luz caminamos a ciegas, conmina, exhorta y ruega a los autores, con una voz clara que se escucha en toda la sala, tan linda y comedida como luce desde su fresco y disfrazante huipil oaxaqueño, su lindo cabello teñido de un ocre casi discreto y un abanico que mueve con elegancia:

       —Hablen de cosas bonitas. Por favor.

       Entre los autores, un pensador sin concesiones, un escritor casándrico y un académico implacable, se hace un súbito silencio. Seis palabras los han descolocado. 

       ¿Estará interviniendo la fina señora otoñal a nombre de todo el público, de una mayoría o de una parte mínima de los asistentes? ¿Su petición obedecerá a un inconsciente colectivo que se resiste al análisis de lo que alrededor sucede, salvo lo bonito? ¿Tendrá razón su ligereza existencial, flotante levedad que propone dejar atrás el lastre de la incómoda reflexión y las palabras catastróficas tácitamente prohibidas por el buen gusto de la felicidad? ¿Será solamente otra conciencia impermeable para todo aquello que rebase sus exiguas facultades de comprensión?

       Surge la paralizante duda entre los tres ponentes descolocados, no como un método epistemológico cartesiano sino como algo hesitante, vacilante y dudoso: un inesperado jaque al rey infligido por un adversario que ni siquiera parecía estar jugando en el tablero.

       El silencio crece como una nata viscosa

       Y la linda señora sonriente mira a los autores sin hacerse cargo de lo que ha causado: estas sus buenas intenciones que empiedran el camino del inocente y perverso desfiguramiento. No hay enemigo pequeño, los peores son aquellos que no se espera que lo sean.  Sorpresa: la bien dispuesta dama otoñal es una entre ellos.

       Preciso e impreciso. Esta estupidez que se asemeja al progreso, a la esperanza y al mejoramiento. Qué se le va a hacer. Ya Erasmo de Rotterdam escribió que sin cierto grado de estupidez los seres humanos ni siquiera llegarían a nacer. Y he aquí a la decente dama otoñal que sigue sonriendo con mirada de solicitación inocente y sonrisa de complacencia crédula a los paralizados, hamletianos autores que se preguntan en su fuero interno: ¿seguir como íbamos o seguir bonito?

       El público ha despertado. Sobre todo quienes no han podido sostener más de los ocho segundos que en estos tiempos felices dura la concentración promedio. Los pocos semi atentos redoblan su atención ante la vuelta de tuerca dramática mientras el tiempo se ha suspendido: ¿qué van a hacer?

       Pues mire usted, linda señora, mejor caminemos y veremos a Dios hecho ya mortal. O escuchemos al emperador Marco Aurelio, otro estoico brillante: el error ajeno déjalo donde está. Quédese usted con el suyo, ¿qué no? O fíjese que Schreber, el paranoico, dijo que todo apocalipsis es terrible pero sublime. No, mejor una sentencia tibetana: un sabio nunca convencerá a un necio, un necio siempre refutará a un sabio. O esto: cuando la muerte reclama su deuda toda la medicina se hunde, cuando una época colapsa no hay buena onda que la salve. Más bien permítame citarle de memoria a Guénon, un maestro no sentimental, quien por cierto afirma que el Anticristo (¡gulp¡) será ciertamente el más “ilusionado” (fíjese en el énfasis) de los seres: con todo rigor el “fin de un mundo” no es nunca ni podrá ser jamás algo diferente del final de una ilusión.

       Si están pensando algo de todo lo anterior ninguno de los tres ponentes lo dice. El jaque de la linda dama otoñal, quien sigue abanicándose con gusto y satisfacción (ser es parecer, así que lo bonito debe sonreír en las buenas y en las buenas porque nunca hay malas, pues lo bonito de la vida bonita es que no existen los hechos sino las interpretaciones), por fin es respondido. 

       La iniciativa la toma aquel de los tres autores que más goza de oírse hablar a sí mismo, y quien ha convocado a los otros dos para escribir el amargo volumen. Por fin el público respira aliviado, el tiempo se restituye y el reloj sigue su marcha en esta noche tibia.

       —Tiene usted toda la razón: mejor hablemos de cosas bonitas.

       ¡Ay, sí! ¿Para qué nos hacemos desdichados antes de tiempo? El acto termina y los nutridos aplausos lo confirman: ha estado bien bonito. 

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