Monotonía y perfección

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

El sonido se repite una y otra vez. Retumba en mi cabeza. Recuerdo haber leído que unos monjes budistas vivían en casas sostenidas sobre pilotes y debajo de la sala de meditación maullaban sin cesar los gatos. Los renunciantes no se estremecían con el fragor como esta cacofonía lo hace conmigo. Son los muecines electrónicos del momento histórico. La crispante monotonía, la necesaria monotonía del chirriante ruido.

       Pienso en la época y creo que está terminando, esta estridencia así lo indica. Alguien pulsa ese timbre aleatoriamente. Imagino la escena: una anciana eléctrica dirige su dedo huesudo hacia el botón amarillento según el indescifrable talante de su paranoica melodía urbana que ha condenado a los vecinos a no dormir durante semanas. 

       Desde ayer extraño el estrépito del timbre, porque hoy surgió un zumbido electrónico que alguien dirige hacia la casa donde vive Nuestra Señora de la Chicharra para castigarla a ella y también a todos nosotros.

       El hacedor del flamante impacto debe ser joven, un criminal incontinente de alta tecnología que expande ondas, grecas, sierras aullantes que causan una profunda incomodidad. Mal estar. En esta esquina se mal está. Y en otras aledañas. El ruido retumba y pienso que el malogrado H. A. Murena gozaba de una condición lumínica cuando al escuchar los siempre idénticos cantos de un almuédano árabe definió la monotonía como nada más que el gesto externo de la fe, el gesto que ancla al artista en lo eterno y evita que sea arrastrado por la veleidad del tiempo.

       Monotonía no causante de la pecaminosa necesidad de materiales externos para la obra, como en las artes plásticas, vistas con desconfianza y aun prohibidas por cultos recalcitrantes, temerosos de la idolatría de las imágenes. Todas las artes aspiran a la condición de la música, pura forma, según decía Walter Pater tres siglos atrás. Hoy todos los chirridos, pura forma, digo yo, aspiran a la condición de nueva música. Cambian los ritmos y cambian las épocas. Las máquinas hacen polifonías del alarido.

       Murena, los monjes y los gatos. Recibo una llamada y digo lo que percibo: el final se acerca. Mi interlocutor no me cree. Contesta con el rancio catastrofismo de los partisanos comunistas de hace tan sólo dos décadas. ¡Ja! Hablemos sinceramente: ¿son falsas las coincidencias proféticas de tan diversas fuentes sobre el final de los tiempos; son reversibles los signos constantes y misceláneos de la descomposición terminal? Trato de contarle que san Malaquías cayó al suelo una tarde cuando llegaba a Roma y la divisó bañada en luz y que entonces comenzó a murmurar palabras que le eran dadas y que su siervo anotó: ciento once nombres, emblemas heráldicos y referencias de todos los papas hasta sólo faltar dos después de Juan Pablo II.

       Me apresuro a leerle lo que transcribe Hogue de lo que dijo san Malaquías en su trance extático sobre el último de ellos, quizá el actual según las cuentas reveladas: “Durante la última persecución de la Iglesia Romana mandará Petrus Romanus, que cuidará de su rebaño con grandes tribulaciones y, cuando estas hayan pasado, la Ciudad de las Siete Colinas quedará totalmente destruida y el horrible juez juzgará a todos”. Nos despedimos y colgamos.

       Vuelvo a considerar las hipótesis: no existen muchas visiones sobre el siglo XXI porque: a) no hay mucho que ver, b) el horror de las imágenes bloqueó a los videntes. El sonido esparce sus anillos obsesivos: sus gemidos electrónicos me torturan a mí, un escucha forzado. Pongo algodón en mis oídos y el ruido se amortigua un miligramo. La sustancia auditiva cesa repentinamente y de inmediato suena el timbre pulsado por la anciana, ahora como si fuera agua cantarina, lamento ingenuo y hasta tolerable belleza ante el espanto de lo otro. Dura uno, dos minutos, y se inicia un compás de silencio que me angustia saber impermanente.

       Cavilo en el hombre joven que imagino recostado en un camastro al centro de su cuartucho, reservándose el decidir cuándo reanudará el tormento. El miedo es inherente a la existencia, existir implica tener miedo. Tengo miedo de que concluya abruptamente esta calma donde la monotonía es el infierno empírico. El hombre se ha apoderado de mi tranquilidad, juega con ella como si fuera de goma. La alarma de la anciana sonaba a un arte piadoso. Los asedios de ahora son su degradación. Debo olvidarme del jadeo infernal que todavía no vuelve, porque cuando lo haga ya no podré.

       “Tú —dice la oración de la dignidad humana—, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos te he entregado, te defines a ti mismo…”. Sí, cómo no. El ruido impide todo, comienza otra vez. Cuando las formas y los ritmos abortan, el respeto a la tranquilidad de los demás se disuelve entre una loca mujer tímbrica y un maniático sonoro, anónimo y cruel.

       Monotonía y perfección. Marco un número telefónico. Bueno, le digo a mi interlocutor de minutos atrás, según las escrituras hindúes el proceso final de esta Edad Adánica se parece a una mesa que va perdiendo sus patas una por una. En el primer momento, Sat Yuga, Era de la Verdad, la mesa del mundo y los seres humanos descansaba sólida y estable porque existía una conciencia común. Ahora, en el cuarto y último periodo, el de Kali Yuga, la mesa se sostiene en un único sostén a punto de quebrarse. Debo contarte lo que dice el Matsya Purana al respecto cuando desde el año 330 d.C. advierte la época por venir: robo, falsedad, engaño, vanidad, hipocresía, conflictos, plagas y enfermedades mortales, hambrunas, sequías, guerras, calamidades sin cuento, inmenso dolor. O sea, hoy. Y autores como el mismo Hogue aseguran que según los astrónomos orientales la diosa Kali, la asesina misericordiosa, comenzó desde hace años a tocar violentamente la puerta del ciclo final, puerta que echará abajo muy pronto a más tardar. Alguien ha de escardar el huerto de la especie humana y será Kali quien lo haga, la destructora divina, la aniquiladora. Como sea, diversas profecías comparten la fecha de la muerte del mundo. Sí, es ahora. Adiós.

       El auricular cruje cuando llega el momento de colgar. 

       El hombre cruel que nos tortura es un enviado de Kali. Creo que la anciana también lo era y que los mensajeros van resultando peores cada vez. Semejante, insistente, crispante, fastidioso. El ruido es una monótona sirena viscosa. Me falta recogimiento para la elocuencia, pero siento esta situación como terminal porque su falta de sentido es máxima. Escribo estas líneas para decírmelo. La danzante cuyos cascabeles son cráneos extiende su oscuro velo de sonido. Sube, baja, estalla, golpea. Y su íncubo manipula los controles del despiadado fondo auditivo que preludia la aberrante perfección del caos. Mi mente va a estallar.

       De pronto cesa la insoportable discordancia. Se va la luz.

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