El reino del deseo

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

“Así holgaban los hombres en el chiquero de Circe”. Lo piensa Balmori mientras va sirviendo de mesa en mesa a la oscura turba de esa noche. La bacanal se derrite sobre las parejas lúbricas, los meseros abusivos, las bailarinas voraces, los músicos exhaustos. A lo lejos ve acercarse a Momo, el patrón, y se aparta para no cruzarse en su camino. Los reflejos de las fauces del licántropo monumental de plástico que cuelga en la alta pared del antro ciegan su mirada cuando va hacia la barra a recibir bebidas. Momo golpea a un mesero en el salón ebullente, rodeado por dos hombres que lo protegen, lo ocultan. Balmori observa. Lo hace cada vez que el otro no lo ve a él. El cantinero mezcla un narcótico en un par de tragos. Balmori asiente en silencio. Sabe para qué mesa son. Se encuentra con el hombre golpeado por Momo. Los dos bajan la mirada.

       Balmori coloca los vasos sobre la mesita. Una mujer semidesnuda baila delante de una pareja de hombres trajeados que beben ávidamente. Son presa de varios: de él, de la mujer, del cantinero y de Momo. Todas las presas son suyas. Se mueve por el salón recaudando dinero. Menciona la cifra y un plazo de minutos para tenerla o la cobra en el momento. Balmori vigila el desplome de los hombres babeantes, la bailarina y el cantinero también. Ella interviene antes que nadie: birla las carteras, las joyas más ostentosas y se marcha moviendo las caderas.

       Momo la intercepta al final del pasillo y arrebata el botín. Sólo le deja un reloj. Amenaza a Balmori y al cantinero desde lejos. La mujer sigue caminando. Ninguna estafa escapa a sus ojos, las reclama antes de que ocurran. Junta a un grupo de bailarinas y meseros y ordena: necesito dinero. Todos pagan. Uno de ellos titubea y Momo le da un porrazo en la cabeza. Cuando hay trabajo pagan, cuando no igual. Balmori debe pasar a su lado. El patrón no le habla, sólo lo sigue con la vista y chasquea los dedos. Los vasos que lleva en la charola se bambolean a punto de caer. Escucha a sus espaldas un insulto y una risa procaz.

       A Momo le enseñó doña Celeste, dueña de La Cacica y madre de su esposa. Entonces ya era brutal, pero subalterno. “Inferus privador”. Eso dice Balmori al abarcar de un vistazo el sitio del que lleva tres años queriendo salir. Aunque el dinero lo obliga y cada mes aplaza la partida. Su padre hizo lo mismo hasta que una enfermedad lo postró veinte años más tarde, cuando Balmori debió reemplazarlo para que la familia pudiera comer. Recibe dos cuentas de la barra. Tres ebrios aferrados y una pareja excitada que toquetea a las bailarinas. Pone sobre las mesas el cambio disminuido. Lo que deja desaparece entre las bragas de las mujeres. Ninguno de los parroquianos se da cuenta. Fue doña Celeste quien le enseñó a Momo que extraviarse es una costumbre que suele tener la gente. Lo estremece una manaza sobre su hombro. Dame quinientos, exige el patrón. Más dinero del que él quitó.

       Momo cuidaba intereses ajenos en La Cacica. Aquí todo es mío, le grita a una desnudista a la que maltrata entre puyas. Balmori siente que la viscosa jungla se pudre poco a poco. Todo lo sólido se desvanece y la mueca del licántropo luce más torva y ruin. Un hombre en el que no había reparado le hace una seña. Su mesa está debajo de una palmera de utilería y es bañada por las chispas rojizas que emite el hocico del animal. Adentro de sus lóbregas fauces se contonean cuatro mujeres de piel aceitosa. Los reflectores bañan su lascivia fingida y tiñen de destellos al hombre que lo llama. Está solo, ninguna bailarina ronda ese lugar.

       —¿Por qué pensó en el chiquero de Circe? —La pregunta lo sorprende. Quiere sentarse, pero eso está tajantemente prohibido por Momo. —Hágalo, no se preocupe. Él es el dueño, yo soy su superior. Así que desea irse, ¿verdad? Y no sabe cómo. Esto es un dédalo. ¿A dónde piensa ir usted que no encuentre los signos de un fin de mundo como aquí, el término de un ciclo completo, la conclusión de una humanidad? O sea, el final de una ilusión. Quizá no signifique la desaparición de la especie humana porque en el último instante sobrevendrá un enderezamiento, un nuevo comenzar. Quizá. Manvantara, le llaman los hindúes. Balmori, ¿verdad? Hablamos entonces de una disolución que usted quiere perderse. ¿Por qué?

       Nadie se acerca a ellos mientras el hombre habla. Un hálito los protege hasta de Momo. Las luces y la música suben de intensidad. El mesero desea marcharse, pero no puede hacerlo. La intensa sequedad del otro, sus ojos magnéticos, el bastón con puño de plata.

       —Yo soy Mefisto, pero usted no es Fausto. ¿Qué puede darme a cambio de liberarlo de este lugar? El desorden es tal cuando se le ve en sí mismo y separado del orden que terminará por integrar.

       Momo pasa a su lado sin voltear a verlo. La bacanal hierve, pero en ese pequeño radio no hay sobresaltos. Las sirenas lúbricas hacen sus danzas mecánicas, el silbo rasposo del dinero cruza el aire viciado, las manos tocan, las gargantas beben, los ojos desean, las lenguas lamen.

       —¿Qué opina del reino del deseo, Balmori? Todos lo que desean sufren, no son serios y no cesan de inventarse tragedias innecesarias. Usted pertenece a este sitio, no debe irse. Nunca podrá escapar de su neurosis de destino. Su padre trabajó en estos ambientes, tal vez su nieto también lo haga si para entonces las cosas aún existen. Podemos dudarlo: mire.

       Como si el otro jalara su cabeza, Balmori voltea según la dirección que marca el bastón. El gran hocico de utilería expulsa llamas y las bailarinas corren hacia las comisuras. Un brillo volcánico se esparce entre gritos. Ellas saltan al vacío.

       —Dígame, Balmori, ¿por qué cree que Nerón incendió Roma y cantó con su lira? El mal es como la gravedad: todos los cuerpos caen. Y el dolor es una oportunidad de elevación, una escala para ascender. Estos lamentos que nos rodean fueron cantos alguna vez. Sería fatal para usted que en este instante yo me evaporara.

       Detrás de las llamas está Momo, que las ve avanzar. Un golpe de fuego arrebata los alrededores de la burbuja. Su membrana es irisada por los remolinos del plástico que se quema. El babeante hocico se deshace en tiras ardientes sobre aquellos que se precipitan por escapar. Menos una, todas las puertas del antro están cerradas. La gente corre desesperada en el salón asfixiado de humo e intenta salir. Las llamas hacen estallar los cristales como partículas de fragua en el torbellino del infierno.

       —Es el dilema fáustico, Balmori. “Inferus privador”, dijo usted. Tiene razón. Si los hombres ignoran el cielo, como ahora lo hacen, la tierra se aleja de los hombres y surge en ella la imagen invertida, el inferus privador que somete a quienes debieron ser los mediadores entre aquello que está arriba y esto donde existen. Entonces nada es cierto y todo está permitido. Mire la delirante colmena. Usted vive en la historia, no tiene a dónde ir.

       La gente rueda por el suelo y clama por su paso repentino de la felicidad a la infelicidad. Momo forcejea con una puerta que se resiste a ceder. Doña Celeste le enseñó que en este negocio no hay casualidades. El fuego es una lente de aumento. Unos y otros se atropellan. Los más borrachos caen. El cantinero derriba a una mujer que corre adelante y los que vienen detrás lo atropellan a él. Se extienden las llamas por la única puerta abierta que pocos pueden alcanzar. Las llamaradas crepitan, como si miles de lenguas sorbieran a la vez. Los lamentos suenan a metálicas carcajadas.

       —Mire, mire usted —dice el hombre, y dirige su bastón hacia la catástrofe que ocurre alrededor. —La muerte de la época sólo es el final de una ilusión.

       La burbuja y el hombre en ella desaparecen. Lo mismo que el incendio y la destrucción. Balmori se ve delante de una mesa anotando en la comanda lo que piden varios alterados y tres suripantas. Una de ellas esculca el bolsillo del hombre que tiene al lado, quien besa los pechos de otra. Le da el dinero a Balmori. Éste camina hacia la barra y desliza algunos billetes en la mano del cantinero. Momo lo deja hacer, vigila desde lejos. La rasposa canción del dinero fluye aprisa. No son monedas acuñadas, piensa Balmori, que no entiende lo que acaba de pasar. Las drogas van para los de la mesa siete. Dice que sí. ¿Cuál es la alucinación: ésta o aquella?

       Momo pasa rozándolo: te estoy viendo, cabrón. Balmori se acerca a verificar la expoliación de un parroquiano. Cuando me vaya de aquí, de la porqueriza de Circe. Este infierno. Las fauces del licántropo hieden a lujuria. Cuatro mujeres semidesnudas danzan en el hocico. Detrás de ellas surge un pequeño resplandor. 

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