Impermanencia, dolor, no identidad

Ta Megala

Fernando Solana Olivares

Los tacones era una verdadera tortura. Había estado de pie toda la noche en la fiesta de los turcos sin conseguir a nadie y aquí llevaba horas esperando. La vaporosa calzada vacía era cruzada por vehículos que no reducían su marcha ante ella, una mujer alta, de cabellera suelta, parada junto a un farol.

       Al fin un auto se detuvo. Una cara asomó desde su interior. Al acercarse, Beatriz leyó el carro y el rostro rápidamente. Correspondían al tipo medio: consumidor ocasional, casado, clandestino. Negociaría el precio y podría ser violento después. El intercambió duró poco. Beatriz abrió la puerta del auto y subió.

      Le pareció que el hombre estaba tenso e inquieto.

      —¿Cómo te llamas? —preguntó.

      —Narda —dijo ella.

      —Ha de ser un seudónimo, porque ustedes nunca usan su nombre.

       —Sí —contestó.

       —¿Y tú?

       —Dime López, también es un seudónimo.

       El auto arrancó.

       —Te voy a llevar a otra parte —la frase paralizó a Beatriz, que no reaccionó. De pronto el hombre era intimidante. Puso música en el radio mientras hacía muecas y hablaba sin entendérsele.

       —Así que eres puta, Narda… y cobras caro.

       El hombre se enfadaba con el radio.

       —Hacía tiempo que no venía por el rumbo y las cosas ya no están como antes. Mírate tú: grotesca vestida.

       Beatriz forcejeó para bajarse la falda mientras la mano del hombre recorría ásperamente sus piernas. Al llegar al bulto de sus genitales la mano retrocedió. Ella conocía ese instante. O los clientes libraban el sentimiento de culpa y se excitaban más o se declaraban engañados y podían golpear. López siguió gesticulando y hablando para sí, como si estuviera convenciéndose de algo.

       Llegaron a una casa de los suburbios y Beatriz quebró uno de sus tacones al bajar. El hombre la arrojó en vilo al porche. Quiso correr pero la sometió. Con una mano abrió la puerta y con la otra la hizo entrar a una estancia llena de luz donde en cada pared estaban escritas palabras en letras irregulares: “impermanencia”, “dolor”, “no identidad”. Le aventó el tacón a la cabeza y le ordenó que se sentara. La mujer se aproximó hasta un sofá lleno de libros, papeles, empaques de comida rápida, prendas de ropa. Logró hacerse un espacio en el rincón confiando en que la violencia del hombre cediera.

       —Las cosas no duran, Narda. Todo es maestro de lo efímero. Hoy experimentarás lo que está escrito en las paredes: verdades objetivas. La impermanencia es el destino de cualquier ente compuesto, como tú. El dolor es el elemento que hace andar al universo, de ahí tú. La no identidad es tu situación aquí, pero también fuera de aquí: ser nadie, como tú. ¿Lo entiendes, puta? Es una lección de metafísica.

       Se movió rápidamente para retenerla. La golpeó otra vez y la jaló hasta sentarla en una silla donde la esposó por detrás del respaldo. Con cinta adherente le tapó la boca y luego desgarró su blusa. Los pechos pálidos de Beatriz quedaron expuestos. López se arrodilló para morderle los pezones. El dolor desvaneció a la mujer.

       —Voy a librarte de tu mal karma, pero necesito toda tu atención.

       El hombre salió de la estancia limpiándose la saliva ensangrentada que le corría por las comisuras de la boca. Cuando Beatriz volvió en sí aquel aún no regresaba. Vio a su alrededor. El dolor y el miedo la paralizaban. Se había entregado sin darse cuenta, estaba mordida y lacerada, presa en manos de un alucinado.

       López entró más violento que antes, más ansioso. Quién sabe qué tanto había imaginado al andar por ahí.

       —Escucha bien: nada, nadie dura. La verdad objetiva establece que todo es impermanente, fluye en un continuo cambio. Varía la escala entre los objetos pero todos desaparecen. Hasta una perdida como tú. Cristo actuó a través de María Magdalena y yo a través de ti. Éste es el primer acto, la impermanencia.

       Salió otra vez. Las luces se atenuaron. Ráfagas de dolor estremecían a Beatriz. O de miedo. Era lo mismo. Su mente se había repuesto del colapso y comenzaba a calcular la situación. López regresaría para matarla. Estaba lamentando la pérdida de esa cara y ese cuerpo que le costaran tanto, cuando descubrió que lo que había creído ser esposas metálicas eran unos alambres a punto de soltarse. Liberó una muñeca y después la otra.

       El hombre regresó, se paró a su lado y preguntó:

       —¿Sientes el dolor, Narda? Es la raíz. Nunca deja de haberlo, nunca cesa de estar. Es un mecanismo que no se apaga. Pero el dolor nos hace retornar al mundo porque genera apego. Segundo acto: el dolor.

       Al lanzar López el golpe de cuchillo, Beatriz lo esquivó poniéndose de pie. Esto sorprendió al hombre, que retrocedió.

       —Estabas amarrada —dijo, y la derribó golpeándola con un tubo.

       —Acumulas dolor a tu dolor, putita. Por eso volverás al samsara. Pero si prestas atención podrás salir. Te ayudaré. Recuerda que en el bardo mortuorio las cosas se multiplican por siete. Escucharás mi voz, te iré diciendo lo que se te irá presentando. ¿A ti? No, tú eres nadie, sólo es una forma de hablar. Tercer acto: la no identidad. Narda, reina de la noche, no es nadie.

       La mujer se movió antes y contestó el nuevo embate de López, que blandía un cuchillo. Después de una lucha desesperada lo alcanzó con la silla y pudo noquearlo. La puerta no estaba cerrada con llave y Beatriz salió corriendo descalza. Lo hizo mucho tiempo hasta que acabó desfalleciente en una cuneta.

       Despertó con Sirena a su lado, el otro transexual con quien vivía.

       —Te quisieron deshacer —le dijo al verla.

       Los rígidos vendajes y el martirio de las heridas no le permitieron contestar. Se sentía envuelta como una momia que iniciara el camino final. Percibía un nexo inseparable entre lo que llamaba vida y lo que llamaba muerte. La agonía y la casi muerte en casa de López daban lugar a un estado posterior. Beatriz había recorrido los bardos, los intervalos.

       El de su vida cabía todo en gruesos trazos: la expulsión de la casa paterna, la sufriente histeria por volverse mujer, la dureza de la calle y la brutalidad del sexo, la esclavitud perversa de su ánima. Indeleble, pero todavía poco a su joven edad, Beatriz ensoñaba jirones de tales escenas durante la larga noche narcótica del nosocomio.

       Su propio bardo vital no le era muy apreciable sino hasta el momento del terror con López, cuando las cosas adquirieron un tinte más brillante: mensajeras de un sentido absoluto del que formaban parte como si fueran una ilusión indispensable. López habría sido un agente involuntario de la acción. No soportaría volver a verlo, pero recordaba su intento de asesinato como un ritual. Lo que él mismo buscara al hacerlo no es lo que le hubiera dado, aunque el hombre dijo que la conduciría por el río de los muertos donde su claridad y su confusión crecerían siete veces.

       El bardo doloroso del morir, desde su inicio hasta el momento final de la respiración interior, era lo que López le ofreciera, con una explicación de sus varios estados. Beatriz no sabía si ya estaba muerta y actuaba bajo el influjo de esas instrucciones; sólo era consciente a medias de haber visto una luz básica, una irradiación de la naturaleza de la mente durante un instante al que debió entregarse sin que el pavor se lo permitiera.

       Las instrucciones repetían que estaba en el intervalo de la posmuerte, en el tremendo estado siguiente a la disolución del cuerpo. La técnica del Ars Moriendi, una guía de viajeros al otro mundo era oficiada por López desde su casa, de donde ella huyera. La creía muerta.

       Su reloj daba cuenta de que la mujer todavía estaba percibiendo el resultado psíquico de la desintegración: zumbidos, retumbos, palabras y crujidos que escucharía hasta quince horas después de la muerte. Lo dijo al momento del sacrificio: la experiencia imperfecta de lo viviente resulta eterna porque la serie de universos donde se padece es incontable. Obra de caridad decírselo a ella, que no era nadie. Y decirlo. López se veía a sí mismo como un sabio despiadado que podía ser compasivo.

       Consideraba una incógnita: ¿Narda sabía que ya estaba muerta o vivía el estado intermedio similar a lo que fuera su sitio en esta existencia? Los fenómenos del mundo semejan ser un sueño, un fantasma, una burbuja, una sombra, el reluciente rocío o el fugaz relámpago, y así deben contemplarse. López pensó que el transexual no conocía su situación y que ahora podría estar buscando los afeites y las ropas de su disfraz. Sonrió con desdén. Sintió la punzada del deseo. Eso lo avergonzó. Una conciencia puede ayudar a otra.

       En el bardo existía un sendero hacia abajo, hacia formas de vida baja. Diversos colores brillantes y otros opacos se mostraban en varias estancias para que fueran ocupadas por Beatriz, quien deambulaba por el intervalo sintiendo todo siete veces más. ¿Cómo volvería a la vida su complejo-alma? En esa barraca de feria mágica el karma y el destino se encarnaban o se degradaban surgiendo sin cesar.

       Poco a poco las brumas se iban de su razón y la luz calcinante sólo era parte de su pasado. Sirena la recogió del hospital y curó su larga convalecencia. Beatriz no hizo la calle durante meses. La durísima calle. Varias cicatrices que ocultaba bajo una densa capa de maquillaje le recordaban a diario la ordalía. Y el atisbo de un vacío increado e independiente, que ronda a cualquiera pero ninguno lo sabe. Aunque no podría enunciar con palabras que en ese atisbo de lo terminante la forma era el vacío y el vacío la forma. Encabalgados.

       No tenía dinero y debió regresar al teatro del sexo. Esa noche la torturaban los tacones. Pasaban veloces los autos delante de ella y el solitario viento callejero levantaba remolinos y papeles cuando un auto se detuvo a su lado. Beatriz leyó sus características, virtud de la experiencia: rico, refinadamente perverso, anónimo. Subió a él.

       —Dime López —pidió quien lo conducía. Arrancaron.

       Dios nunca destruye, sólo retira el universo hacia él.

2 respuestas a “Impermanencia, dolor, no identidad

Add yours

Deja un comentario

Un sitio web WordPress.com.

Subir ↑