Maten al maestro

TA MEGALA

Fernando Solana Olivares

“Todos lo caminos conducen al mismo punto: al interior”, pensó aquella tarde calurosa. No necesitó aclararse que tal punto unificado lo entendía como su propia intimidad. Así es el pensamiento: completo e incompleto, lleno de entendidos y sutilezas. Además había leído por la mañana un par de frases que tampoco requería repetir de nuevo para acordar consigo mismo lo que acababa de pensar: “Si tienes que vivir en medio del tumulto, no le entregues nunca tu cuerpo. Guarda tu alma en calma y retirada. Es un santuario en el que encontrarás, cuando quieras, la felicidad”, decía la primera de ellas, escrita por Alexandra David-Néel. Y la segunda, del poeta Rainer Maria Rilke, afirmaba: “Ser-silencio. El que permanece inmóvil en lo más profundo de sí, donde la palabra echa raíces y nace, alcanza la fuente inefable y se calla”.

       ¿Pero cómo callarse cuando debía, tres o cuatro veces por semana, sostener dos horas de elocuente y encendida cátedra con un descanso de diez minutos delante de un par de decenas de alumnos, la mayoría de ellos aburridos como ausentes y casi todos video-niños, seres que antes de aprender abstracciones mentales habían sido deformados por las pantallas televisivas para  ver sin comprender, y él impartiéndoles materias tan esotéricas y anticuadas como ésta donde ahora entregaba calificaciones al grupo: “Modelos literarios: poesía”?

       Dispuso un círculo de sillas en el salón, ritual pedagógico que utilizaba en dos tipos de situaciones: cuando era necesario encarar seriamente a una clase más intrigante que de costumbre o más desbalagada de lo habitual, y al final del semestre para repartir calificaciones. Hizo un breve resumen de lo que había sido su intención lectiva: lenguaje cargado de sentido a su máxima posibilidad, el mundo de los arquetipos y las invocaciones simbólicas, la metáfora como y las figuras poéticas como un mostrar lo otro de lo mismo, la diferencia entre fantasía e imaginación, la proscripción del baboso sentimiento y etcétera. Pidió intervenciones, juicios, quejas o lo que fuera. Con ello concedía al principio mercadológico que rige la educación actual: satisfacer a esa clientela que integra el alumnado universitario, la cual —al cliente lo que pida— después lo calificaría a él, otorgándolo o no puntajes valorativos que serían tomados en cuenta para efectos de promoción académica.

       Todo iba más o menos bien —“pues a mí sí me gustó (sic) la materia” y trivialidades por el estilo— cuando llegó el turno de quien fuera la mejor alumna ese semestre. Reclamó no haber visto a ciertos poetas, “por si uno está interesado en escribir como ellos”, y así puso en duda la pertinencia de todo el curso. Pero además descolocó seriamente al maestro, quien por primera vez en mucho tiempo, contradiciendo lo que solía afirmar entre bromas y veras: “el 100 no existe, pues sólo lo otorga Dios”, había decidido calificar con esa cifra a la brillante y cumplida alumna que públicamente rechazaba tal distinción argumentando que no la merecía.

       —Ándele, cabrón, por querer ser como Dios —se recriminó a sí mismo, sintiéndose un Lucifer menor. Después despidió al resto del grupo, y se quedó en el salón con los cuatro o cinco alumnos que serían reprobados, un número alto tomando en cuenta que la evaluación profesoral tácitamente reprobaba que se reprobara a los educandos. No tener uno solo de ellos hacía merecer una carta de excelencia al final del semestre. Pero quién sabe cuatro o cinco. Estaba hablando con los involucrados, irrumpió en el aula un jovencito del grupo de alumnos aprobados diciéndole que inmediatamente después necesitaba hablar con él.

       Sonriente y retador, empezó por preguntarle al maestro si existía “alguna tensión” con los compañeros reprobados.

       —¿Por qué, tú los representas? —replicó el mentor.

       —Mira, quiero hablarte de persona a persona. ¿Qué traes conmigo? —dijo el alumno. El tuteo era todo un significante, pero la increpación era más que un significado: se trataba de un miembro de la clase que acababa de recibir una calificación de 95. Era el novio de la alumna que minutos antes menospreciara el curso mismo y su centena consagratoria, un joven pagado de sí y envanecido, sin poder comprender todavía que nadie es más que otro si no hace más que otro, o que un sabio nunca refutará a un necio puesto que un necio siempre refutará a un sabio. Y cómo siempre, había un equívoco: los papeles invertidos del sabio con el necio.

       —Tú hacías de esas a tu edad, ¿de qué te quejas? — le dijo su esposa por la noche, cuando el azorado maestro contó la inesperada descalificación de sus calificaciones, y los dos se rieron de la situación.

       Lo pequeño siempre tiene que ver con lo grande. Así que este hombre entendió el alcance del impertinente y atrevido mensajero. Su parte budiátrica le agradeció en su fuero interno y rechazó el profesoral escarmiento de disminuirle la buena calificación, mientras su parte taoísta lo incorporó como una lección cuya advertencia tal vez supuso: a) reservarse: firmeza y flexibilidad tranquila frente a la agresividad: b) esconderse: alejarse de un conflicto del cual no se es responsable; c) desenredar: liberarse, calmar la tensión.

       Acerca de lo otro, entendió que no hay remedio. “¿Para qué poesía en tiempos de penuria?”, se preguntó Hölderlin desde hace siglos. Y este hombre no acaba se saberlo aún. Las vías del pensamiento son ignotas. Seguirá buscando el sentido de dicha materia arcaica en su propio interior, pues afuera los alumnos protestan, reclaman, bostezan, incomprenden, se fastidian y —simbólicamente todavía— matan al maestro porque sí.

2 respuestas a “ Maten al maestro

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  1. De Sócrates en adelante la función de la filosofía consiste en corromper a la juventud, en alienarla(extrañarla) del orden ideológico dominante a fin de sembrar dudas radicales y pensar de manera autónoma. Alain Badiou

    Enseñar es un profesión imposible

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