TA MEGALA
Fernando Solana Olivares
Lo supe tarde, aunque aún era a tiempo. Durante años no lo hice, pero un día lo entendí. Quizá fue aquella frase de un autor perdido en la desmemoria, saeta inesperada cuya herida era benéfica, como las del dios que a la distancia vulneró a un poeta para curarlo: “Siempre me he sentido disgustado conmigo mismo en cualquier momento determinado. La totalidad de tales momentos constituye mi vida”. Así era la mía.
No tenía obligaciones familiares y una pequeña aunque suficiente pensión me sostenía. Mis gustos son mínimos y mis necesidades básicas. Ahora he aprendido que basta poco para estar satisfecho y por momentos hasta ser feliz: saber ser viejo, saber ser modesto, saber ser solo. Contentamiento, le llamaba a ello la perspicacia de mi abuela.
Como calabazas que el movimiento de una carreta pone en su lugar, ciertas cosas sabidas y otras recordadas comenzaron a adquirir sentido, parecieran haber estado esperando el momento adecuado para esclarecerse. Y aprender este arte fue decisivo. Extraño termino: decisivo. Pero la vida es extraña, más de lo que pensamos, más de lo que podemos pensar.
Toda mi vida, hasta en sueños o en silencio, había hablado. Con los demás, conmigo mismo, a veces con los objetos. De pronto llegó a mí el silencio. ¿Aquella frase del descontento, algún sueño, una epifanía? Fue delante de un espejo, una madrugada mientras observaba mi rostro trabajado por el tiempo, cuando me di cuenta de que todos los tantos años de mi existencia habían pasado sin darme cuenta. Me parecían agua, como la del grifo del lavabo. ¿Dónde estaban? En ese mapa de arrugas que surcaba mi cara, inocultable recuento de los días, estaban grabados como si nunca hubieran sido.
Llegué a temer que esta vivacidad surgida de pronto fuera un asomo de locura. Pero luego supe que no. Mientras más viejo más libre, mientras más libre más radical, me dije sin palabras en una suerte de representación mental. Si la idea era mía o ajena daba lo mismo. Igual aquello de que lo que aprendí ya no lo sé y lo poco que aún sé lo he adivinado. ¿Lo leí, lo soñé, lo intuí? A saber. Lo que digo se vuelve es mío. Ahora practico el silencio. Lo mío es tan poco.
Un lunes, escuchando la voz de las cosas, decidí salir de la casa para oír las de las gentes. Tomé una mesa arrinconada. Levanté una cartulina tirada y escribí con plumón negro en ella: “Aquí se escucha”. Las letras mayúsculas eran vistosas. Luego cargué con una silla y llevando todo caminé hacia la plaza. Elegí una banca cubierta por la sombra, coloqué la mesa y la silla frente a mí. Colgué el letrero y esperé.
Nadie se sentó el primer día. Transcurrieron dos o tres más. Los paseantes me miraban con curiosidad. “Hasta pensé que usted era un viejo loco”, me confesó el primer atrevido que estuvo delante de mí.
—¿Y qué hago? —preguntó.
—Hable de lo que desee —respondí.
“Ese señor te oye si tú quieres”, le dice un niño a otro al pasar enfrente. “¿Y para qué?”, indaga el otro con indiferencia. La voz se corrió entre los vecinos y desde entonces no faltan quienes se sientan frente a mí. A veces hasta tres al día. Algunos ocupan más tiempo esa silla, otros menos.
Poco a poco voy elaborando un catálogo de pautas. Antes apuntaba pagos de cuentas fiscales, ahora llevo las cuentas de quienes llegan a mí y entre ellos distingo la forma del fondo. A veces juntas, otras no. Aunque acaban siendo lo mismo, no es lo mismo que alguien comience con rodeos y otros vayan al meollo. “Venía”, “Vine” o “Vengo” son modos plenos de significado. Los que viven el ayer, los que habitan el hoy.
Quienes dan rodeos, quienes van al asunto. Esos que dicen “¿Cómo le diré?”, otros que usan económicos preludios de tres palabras: “Fíjese usted que…”. Ha habido los que repiten “yo”, paladeando la miel en sus labios una y otra vez. También los dramatúrgicos: ella me dijo, yo le dije, así una y tantas veces.
El primero de los conversadores, un cincuentón que durante horas me observó a la distancia hasta decidirse a venir, soltó de golpe todas sus quejas: los otros eran culpables, él no. Le hacían, sublime víctima, la vida imposible la suegra, las hijas, un yerno, un cuñado. Otro hombre que vivía solo se declaraba culpable de haber alejado a la familia. No le dolía la ausencia de los suyos sino el riesgo morir en soledad. Uno más venía a platicar de una nada que parecía serlo todo.
Los comienzos no fueron simples. Oía y no cesaba de opinar sobre ello en mi interior. El silencio estaba afuera y no adentro de mí. Al tercer día comprendí que no escuchaba porque me escuchaba a mí mismo al escuchar. Mi técnica se depuró. Un silencio doble hizo del afuera un adentro, dos partes de una redonda cosa: este arte, escuchar en silencio.
Ayer un hombre joven me sorprendió. El diálogo es el arte de mirar juntos, propuso, y aunque usted no habla, dialoga. Hoy llegué temprano porque dos chicas llevan días de estar espiándome. Si alguna se decide será la primera mujer en sentarse aquí. Escucho. El silencio es luminoso.

Y desde entonces el árbol que prestó su sombra es un árbol sagrado?
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