El orden del caos

Ta Megala 

Fernando Solana Olivares 

A. Solía decir Paul Valéry que el desorden es un orden que nadie puede ver. De manera parecida, el tradicionalista René Guénon afirmaba que la suma de los desórdenes parciales y transitorios eran elementos que al fin quedarían absorbidos en un orden general. Esta conclusión no le impedía advertir acerca de las fuerzas oscuras que nutren el desorden actual y fomentan así el generalizado presentimiento de que algo está punto de acabarse: un mundo, una época, un ciclo histórico, en correspondencia quizá con un ciclo cósmico. 

      Las distopías apocalípticas que culturalmente nos rodean —toda una industria en la posmodernidad— contienen un límite imaginativo. Quienes se hayan acostumbrado a considerar a la civilización occidental como “la civilización”, sin epíteto, escribió Guénon ahora hace casi cien años, creerán que todo se acabará si esta civilización llega a perecer. 

B. El destino de la época parece estar fatalmente decidido cuando una adolescente sufre una crisis de dimensiones ontológicas al quebrarse la pantalla de su teléfono inteligente de última generación. Indiferente, distante a lo que la rodea, padres incluidos y todos los otros, menos aquellas presencias virtuales con quienes obsesivamente intercambia mensajes y mira videos, la rotura del iphone le provoca un duelo descomunal.   

      Hasta hace poco la amistad entraba por los sentidos, lo mismo que sus contrarios. Ahora la gente camina mirando hacia abajo, embrujada por un aparato tecnológico que mientras la absorbe y abisma la conecta cibernéticamente con otros que están más allá de su campo somático, de su horizonte físico, el cual si existe es acaso para fotografiarlo como imagen escénica. La gente se aísla y enajena al vincularse así. Como si se profundizara todavía más la brecha entre el cuerpo y la mente.  

C. Occidente cree que el azar no está ligado con nada, puesto que no tiene ninguna causa visible. Sus filósofos lo erradicaron del dominio de la razón porque a) no se explica y b) no se puede reproducir. Es esta característica la que valora el pensamiento chino ancestral. Su filosofía considera el azar como la más bella materialización de la cualidad particular de un instante.  

      Lo más importante del indeterminado girar de la moneda lanzada al aire es cómo termina, de qué lado cae. El emblema chino del azar es la oropéndola amarilla: las aves son las menos sumisas a las contingencias terrestres, según explica el sinólogo Cyrille Javary, y su vuelo parece carente de toda presión. Ese símbolo de libertad representa la adecuación perfecta con el instante. Los chinos creen que las aves se posan donde se deben posar, que se inmovilizan en el lugar más congruente con el conjunto de la situación. 

      Una frase de Confucio se refiere a ello: “La oropéndola amarilla se comporta correctamente”. De ahí entonces que para ponernos a la altura del azar debemos estar desprevenidos. 

D. Dos inmensos bulldozers deforestan un par de agrestes colinas para sembrar agave. Lo que la naturaleza hizo en milenios esas máquinas lo destruyen en unos pocos días. Históricamente el sitio no es propicio para tales plantas, pero ahora se ha desatado una fiebre de plantíos a raíz de la exponencial demanda de la industria tequilera. Que el fin del mundo nos pille embriagándonos. Dentro de algunos años, no muchos, las colinas estarán abandonadas, yermas y agroquímicamente contaminadas, pues para entonces los productores de agave habrán sido sorprendidos por la crisis de precios cíclicamente dictada por los grandes monopolios. A la depredadora y nihilista acción se le llama “competitividad”.

Mientras, las abejas se mueren y los agroquímicos que se arrojan también sacrifican en los estanques tilapias y mojarras.        

E. Así que si todo desorden es un orden que no se puede ver siempre habrá esperanza. ¿Dónde encontrarla, qué es? Aquí mismo, pues de no estar aquí significaría lo que la lógica llama un falso problema. A la esperanza la sostiene la confianza en la existencia de algo que no se manifiesta directamente ante los sentidos pero que actúa en toda circunstancia.  

      Ayer me asaltó una certeza: habiendo habido Big Bang, un estallido de la nada hacia el todo que creó el espacio, la materia y el tiempo, debe existir un principio de estos, una causa que los generara y una entidad causante de ello. La otra explicación racionalista y atea: el todo salió de la nada, no me hace ya ningún sentido. 

      Y me esfuerzo porque esta certeza creciente se mantenga así de abstracta e imprecisa, así de general y caleidoscópica. Las narrativas humanas de lo divino siempre han sido mucho menos interesantes que lo divino mismo. 

F. Pero ese principio, la causa generatriz, no interviene en la historia de apenas hoy que avanza hacia el colapso nuclear. La raíz de la palabra Tiempo es Temnó. Significa “yo divido, yo corto”.    

      Explica un filólogo que los ritos cristianos no nacieron con el cristianismo sino que provienen de antiguas tradiciones paganas recogidas por los cristianos y adaptadas a la nueva religión. Un ejemplo es el de los sacrificios de seres humanos o de animales, que el cristianismo adoptó y adaptó mediante la hostia. Para los católicos la hostia no representa apenas a Cristo sino que es él mismo en cuerpo, sangre, alma y divinidad. La palabra viene del latín hostia, ‘víctima de un sacrificio ritual’, que se derivó de hostire, ‘herir, golpear, hostilizar’. La ausencia de pruebas no es prueba de ausencia: todo es un juego de contrarios y correspondencias.

G. No encuentro un Manual para tiempos terminales. Habrá que escribirlo. El epígrafe serán las palabras que Shiva, la deidad, le dirige a Arjuna, el hombre, en el Bhagavad Gita: “Nunca desenredarás las circunstancias que te trajeron a este momento. Tú eres un guerrero. Levántate ahora y entiende que ellos ya están muertos y tú también. Esto es sólo un juego. Esta es mi voluntad. Estás en las circunstancias que yo determiné para ti y que tú no determinaste. Levántate, acepta tu destino. Acepta tu suerte. Levántate, y haz tu deber”.  

H. Las lecciones nos rodean. Sísifo vence su destino amándolo, aquel castigo ante su doble engaño a la muerte impuesto por Zeus para empujar hasta la cima de una montaña una gran roca que siempre rodará cuesta abajo un poco antes de llegar. Un paranoico célebre declaró que todo apocalipsis es sublime y un viejo narrador dejó claro su gusto por concluir. En ese Manual para tiempos terminales aún sin escribirse debe quedar anotado el beneficio humano de cualquier tiempo de excepción: dejar atrás los lastres de la costumbre para aceptar la definitiva, grácil, atroz levedad de lo inesperado, de lo que no se espera, de lo que adviene sin saberse por qué. 

I. Soporta y abstente. Esa es la máxima estoica. Un mundo que mata a las abejas para producir tequila es un mundo nihilista que va hacia su conclusión.  

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