El fenómeno “ecguis”

Administración de los males públicos

Jorge Pech Casanova

El fenómeno de que una empresaria pretenda convertirse en presidenta de la república abogando por causas que no le interesan en lo más mínimo puede parecer insólito, pero no es ajeno a una costumbre inveterada de la clase política mexicana: mentir sobre su vinculación con el pueblo en época de campañas electorales.

Pese a la fundamental inmoralidad que esa conducta implica, en México estamos habituados a conceder a la clase política el derecho a mentirnos sobre sus afinidades y preocupaciones sociales; en particular, esas mentiras con que pretenden obtener nuestra simpatía y adhesión, pese a que estamos bien conscientes de que no sólo nos intentan engañar, sino de que son nuestros enemigos más acérrimos. La clase política entra a la competencia electoral no para que gane quien sea mejor, sino para ganar sólo ella.

Esta esquizofrenia electorera del discurso de mujeres y hombres dedicados a la política debiera descalificarlos de entrada para los propósitos que persiguen, pero en México eso, lejos de ser un defecto, es parte de su inconcebible calificación.

En este país pensamos que las personas dedicadas a la política son como los policías descritos por Raymond Chandler, aquejados por una imposibilidad de reconocer las bondades de la civilización porque ésta “no tenía sentido para ellos. Todo cuanto veían de ella era el fracaso, la suciedad, los despojos, las aberraciones y la repugnancia”.

Así la clase política mexicana, a la cual representa diligente y definitoriamente la empresaria y senadora Xóchitl Gálvez. Mujer mestiza de ideología derechista, empresaria que se enriqueció haciendo uso indebido de sus cargos públicos, se presenta a un electorado harto de la derecha y sus excesos con el cuento de que es una indígena de humilde cuna que comenzó su fortuna vendiendo nada menos que 600 gelatinas al día antes de cumplir trece años de edad, caminando largos trayectos para llegar a la escuela, enfrentándose al carácter iracundo y abusivo de su padre (orgulloso priista toda su vida), afiliándose al trotskismo y llegando a proponerse como presidenta socialdemócrata por el PAN, por el PRI y por su moribundo apéndice PRD, partidos de la derecha recalcitrante.

Esta legisladora con sobrepeso —que comenzó a exhibirse como usuaria de una bicicleta hace unos pocos meses—, efectivamente celebró en octubre de 2021, ante el Senado, el proyecto de decreto por el que se declaró la primera semana de junio de cada año como la Semana Nacional de la Bicicleta.

Sin embargo, cuando declaró la manera en que practicaba el ciclismo, dejó ver su lejanía con la población que suele usar ese medio de transporte: “La verdad es que hay muchos pretextos para no usar la bicicleta, pero les quiero decir que en la Ciudad de México la mayoría de los viajes son menores de cinco kilómetros, y estos viajes pueden ser reemplazados por una bicicleta. Esta bicicleta se dobla, no pesa más de tres kilos, la puedes llevar en el tren, en el Metro y te puedes bajar y usar tu bicicleta. Me van a decir que es muy cara, seguramente, y habrán dicho que es muy cara, pero les aseguro que cuesta mucho menos que un coche. Quizá dependiendo el coche, la quinta parte de un coche”.

Si pensamos que en 2021 un auto económico costaba alrededor de 220 mil pesos, la bicicleta de la senadora empresaria costaría al menos más de cuarenta mil pesos, cantidad prohibitiva para un ciclista común y corriente. Pero esta mujer y sus publicistas creen que basta con fingir una condición, que en realidad detestan y evaden, para vincularse con una realidad que desconocen.

Por eso la pretendida indígena presumió de iniciar un comercio de gelatinas a sus trece años de edad (lo cual le hubiese exigido contar con maquinaria que funcionase día y noche, transporte industrial y cientos de utensilios, además de una jornada laboral de al menos 16 horas). Sin embargo, en sus más recientes declaraciones se olvidó de esa fantasía y afirmó que las indígenas del sureste no son capaces de trabajar ocho horas al día, y que sólo trabajan en tejidos (la pequeña Xóchitl, indígena del centro del país, al parecer las rebasó ampliamente).

Falsedad tras falsedad, el “fenómeno equis” se refrenda como otros “fenómenos” de viejas y actuales campañas electorales. Por ejemplo, el priista Ernesto Zedillo, quien —al sustituir al asesinado candidato presidencial Colosio—, hizo campaña con la historia de que logró doctorarse en Harvard tras bolear zapatos durante su niñez.

O la impresentable y violenta panista Sandra Cuevas, quien, tras incitar a sus lacayos a “romperle la madre” a Claudia Sheinbaum, anunció que se retiraría de la política, pero ahora se candidatea para ser jefa de gobierno de la Ciudad de México alegando que vendió dulces con los cuales pagó sus doctorados, tan números como inverosímiles. O el millonario junior Claudio X. González, heredero de la fortuna mal habida de su industrial padre, quien se presenta como un activista de la sociedad civil. Sí, vil.

Sea la historia que cuenten, estas mujeres y estos hombres dedicados a la política, de la misma forma en que otros se dedican a delinquir, pretenden recabar con cualquier trampa los votos de la mayoría de las y los mexicanos, en un país asolado por la explotación de sus patrones. Mientras tanto, insisten en arremeter contra las personas cuyo voto buscan agenciarse, proclamando que son afines a condiciones sociales que en realidad desprecian, detestan y proclaman su imposible vínculo con una sociedad que planean devastar.

Al final, lo que evidencian, es algo que un recién fallecido producto de ese sistema de tretas y timos acostumbraba entregar a sus embaucados concursantes, en un programa televisivo que duró demasiados, desperdiciados años: una espantosa equis.

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