El laberinto del mundo
José Antonio Lugo
I. Epimeteo y Prometeo
Dos hermanos. Epimeteo «ve hacia atrás» y Prometeo «ve hacia adelante», roba el fuego divino para dárselo a los hombres y es castigado por Zeus. Su condena es que un águila devore su hígado por toda la eternidad. Sin embargo, hubo una negociación y Quirón ocupó su lugar. ¿Sabía Prometeo que sería liberado cuando robó el fuego divino?
En ocasiones los escritores, sin saberlo, «ven hacia adelante» como Prometeo. Narran eventos que les suceden a sus personajes sin saber que están describiendo lo que les va a pasar a ellos mismos.
II. Alexandr Pushkin y Eugenio Oneguin
En su famosa obra -que luego Tchaikovsky convirtió en ópera- el gran poeta ruso nos narra el duelo entre Oneguin y su amigo Lensky. Eugenio lo mata. La muerte de Lensky es una descripciòn casi exacta del duelo que Pushkin tuvo con George-Charles D’Anthés, a causa de la mujer del poeta, Natalia Goncharova. Pushkin describió su muerte, como si supiera…
III. Marguerite Yourcenar
El último libro publicado en vida de la gran escritora francesa es La voz de las cosas. Transcribo la página, escrita por ella, que abre esta recopilación de pensamientos, aforismos y sentencias provenientes de distintas épocas y tradiciones, un baúl de belleza y sabiduría:
«El 3 o el 4, encontrándome en el hospital de Bangor, en Maine, donde estaba hospitalizada después de dos días, y habiendo sufrido esa mañana un angiograma, Jerry Wilson, quien había llegado de París dos o tres días antes para cuidarme -él mismo enfermo-, colocó entre mis manos la admirable placa de malaquita que yo había regateado repetidas veces, en 1983 y 1985, en Nueva Delhi, con el objeto de regalársela, y la cual finalmente le di el 22 de marzo pasado, para su cumpleaños, cuando a su vez él estaba hospitalizado en Maine. No la había abandonado desde entonces. Pero sin duda mis manos estaban débiles y yo misma un poco adormecida, ya que sentí deslizarse algo, y un ruido ligero, fatal, irreparable, me despertó de mi sueño. Estaba desconsolada por haber destruido de ese modo y para siempre ese objeto que tanto había contado para nosotros, esa placa de mineral de diseño perfecto casi tan antigua como la tierra. ¿De qué depósito cien veces milenario vino para esperarme dos años con un joyero hindú, para después pasar y repasar dos veces el Atlántico en manos de un amigo al que quizá no le quedaba mucho tiempo de vida? ¿De qué Himalaya, de qué Pamir? Pero el sonido de su fin había sido bello… «Sí, me dijo, la voz de las cosas». Hubiera querido regresar a la India para recuperar para él otra placa tan bella como ésta. Por eso decidí nombrar La voz de las cosas a este pequeño libro, donde nada o casi nada es mío, salvo algunas traducciones, pero que me ha servido como libro de cabecera y libro de viaje durante tantos años, y a veces, como reserva de valor». (Marguerite Yourcenar, octubre de 1985-junio de 1987.)
IV. Memorias de Adriano
Yourcenar escribió esta novela de 1948 a 1951. Para poder pensar como el emperador, leyó en griego y en latín los 1,500 libros que Adriano debió haber leído. El entrevistador de la televisión francesa Bernard Pivot le preguntó: «Flaubert dijo «Madame Bovary soy yo». ¿Puede decir usted «Adriano soy yo»?». Yourcenar contestó: Non, je suis devenue Hadrien (“No, me he convertido en Adriano”).
He leído esta novela cuatro o cinco veces -quizá más-. Estoy impartiendo un curso de literatura francesa y volví a hacerlo. Hasta ahora me fijé en un par de frases, que me habían pasado desapercibidas. Poco antes de su muerte, el emperador escribe:
«También los presagios se multiplican; ahora todo parece una intimación, un signo. Acaba de caérseme y hacerse trizas una hermosa piedra grabada que llevaba engastada en una sortija; un artista griego había trazado en ella mi perfil. Los augures mueven gravemente la cabeza; en cuanto a mí, lamento la pérdida de esa purísima obra maestra».
Yourcenar terminó Memorias de Adriano en 1951 y La voz de las cosas en 1987. La similitud no me parece un recurso literario. Más bien, como Prometeo, quizá cuando escribió, desde la voz de Adriano, sobre la pérdida de «esa purísima obra maestra», Marguerite estaba anticipando la destrucción de la pieza de malaquita verde que cayó de sus manos débiles poco antes de su muerte.

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