Lo que se lee al final 

El laberinto del mundo

José Antonio Lugo

I. Juan García Ponce

El gran narrador, crítico literario y de arte padeció esclerosis múltiple y tuvo que dictarle a alguien –después del brote de la enfermedad– sus siguientes libros. Primero fue Michelle Alban –quien era entonces su pareja–. Después de que se separaron, el primer amanuense fue el poeta José Luis Rivas, luego una psicóloga cuyo nombre no registro, yo a continuación –que estuve con él de 1981 a 1985, época en la que me dictó Inmaculada o los placeres de la inocencia y los ensayos de Imágenes y visiones–. Dejé en mi lugar a Andrés Ordoñez, quien estuvo sólo seis meses. Le siguieron Graciela Martínez-Zalce, quien lo ayudó a «podar» Inmaculada… y que estuvo con él varios años, hasta que llegó María Luisa Herrera, quien lo acompañó como su amanuense hasta su muerte. 

Alguna vez nos invitaron a Mérida a ella y a mí para compartir nuestra experiencia como escribas del Maestro. En una de las comidas que hicimos juntos y con David, su esposo, me contó que, unas semanas antes de morir, Juan le dijo: «No voy a escribir más. Quiero que continúes viniendo cada mañana y me leas José y sus hermanos, de Thomas Mann». 

Sobre esta novela, escribió, en el ensayo «Thomas Mann y lo prohibido (1875-1975)» publicado en Las huellas de la voz: «José ya no puede ser el Fundador que tal vez hubiera vivido fuera de la voz de la tradición y lo divino, ha elegido la ‘severa felicidad’ y de nuevo es el artista que ha renunciado a la vida para proteger a los demás de su carácter ilusorio y regalarles el mundo».

Me conmueve la elección que hizo García Ponce, la lectura que eligió para el fin de sus días. El 27 de diciembre fue su aniversario luctuoso. Lo recuerdo con cariño, admiración y agradecimiento. Le debo mucho. 

II. Mario Vargas Llosa y Madame Bovary

Vargas Llosa no se está muriendo, pero ya se despidió de la narrativa y también de su columna periodística que durante 33 años mantuvo en el periódico El País. Entrevistado por el propio periódico, le dice al reportero, quien le pregunta qué va a hacer, que se dedicará a releer Madame Bovary «esta vez en español». 

Me conmueve esa afirmación, porque, en su caso, es como volver a un amor de antaño. En su homenaje, estoy releyendo La orgía perpetua, el estupendo libro que le dedicó a Flaubert. Antes de repasar este libro –uno de los mejores ejemplos de un libro escrito sobre otro libro, combinando la subjetividad con el análisis literario al más alto nivel–, vale la pena recordar un poco mi propia lectura de esta novela fundamental. 

III. El gigante normando

Unos días antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa sostuvo en la sala Netzahualcoyotl de la ciudad de México una conversación con Gonzalo Celorio, quien le preguntó si Flaubert era un genio. El novelista peruano respondió: «No era un genio, se hizo genio».

Efectivamente, Flaubert no parecía destinado a cambiar el rumbo de la novela. Comenzó escribiendo una obra fallida, Las tentaciones de San Antonio. Sus amigos Louis Bouillhet y Maáxime du Camp le dijeron que la tirara a la basura y escribiera otra cosa, que dejara a un lado ese lirismo sin freno que volvía insufrible su escritura.

Touché. Le dolió. Le sugirieron que tomara una historia cualquiera, como la de Delphine Delamare, una mujer adúltera, y que escribiera sobre algo real. Flaubert se lo tomó en serio y convirtió a Delphine en Emma Bovary, buscando un realismo sin edulcorantes ni saborizantes artificiales, sin que el narrador interviniera, describiendo, solamente describiendo y dejando que la descripción hablara sola, por decirlo así, sin que el autor editorialice la trama.

En una carta escrita a su amante, le escribió una frase maravillosa: «Sólo soy un lagarto de la literatura, acostado todo el día bajo el sol de lo bello». Nada más. Ajá. Tardó cinco años en escribir Madame Bovary, de 1852 a 1857, año maravilloso porque fueron publicados dos libros seminales: Las flores del mal, de Charles Baudelaire y Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Ambos libros anunciaban ya una nueva estética, una nueva manera de concebir el arte (lo que ya venía haciendo Baudelaire como crítico de arte del Salón de los Independientes, mostrando a los nuevos pintores, como Delacroix y los impresionistas).

IV. El pluscuamperfecto del verbo haber 

Madame Bovary no fue la única novela de Flaubert, aunque sí la mejor. Su siguiente obra maestra fue La educación sentimental, una historia de amor entre un joven venido de provincia –Fréderick Moreau– y su amante casada –Madame Arnoux–, quien, cuando se despiden porque ella regresará a provincia con su marido y él, que ha crecido sentimentalmente, ya no la verá más, le dice una frase que, a mi juicio, condensa la melancolía flaubertiana: «Hubiera querido hacerle feliz». Según la gramática, ese «hubiera querido» es el pluscuamperfecto, en modo subjuntivo, del verbo haber. En Madame Bovary, Emma «hubiera querido» no estar casada con Charles; Charles «hubiera querido» que las cosas pasaran de otro modo y tuviera más entendederas; Felicidad, en el cuento «Un corazón simple» hubiera querido que su sobrino no hubiera muerto y un larguísimo etcétera. Flaubert hubiera querido que los seres humanos fueran distintos, pero pensaba –quizá con razón–, que todos eran unos idiotas.

En el próximo Laberinto repasaremos La orgía perpetua, ese libro-homenaje, esa declaración de amor de Mario Vargas Llosa a una campesina encantadora, un poco tonta, que prefirió vivir con intensidad la vida, rompiendo prejuicios, a ser una mujer anodina, incapaz de atreverse a buscar el placer y la felicidad: Emma Bovary.   

2 respuestas a “Lo que se lee al final 

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