Band[er]azos

Culturas impopulares

Jorge Pech Casanova

De los estados de la república mexicana, Yucatán es de los pocos que cuentan con una bandera propia, recuerdo de anómalas relaciones con el gobierno del centro del país. También es de los pocos estados que periódicamente insiste en ondear ese lienzo en recuerdo de una imaginaria independencia de la que nunca realmente gozó el territorio de la península, salvo en la parte poblada por guerrilleros mayas durante la segunda mitad del siglo XIX.

De hecho, aquella larga insurrección indígena estalló a raíz de la fallida defensa de la bandera propia que los yucatecos “blancos” y mestizos emprendieron a partir de 1841, cuando el palio inspirado en la bandera de la fugaz república de Texas ondeó, aún más efímero, en el edificio del ayuntamiento meridano el 16 de marzo.

La similitud texana no era casual en el lienzo, pues un yucateco, el historiador Lorenzo de Zavala y Sáenz, cobró fama separatista en todo México tras convertirse en el primer vicepresidente de la república de Texas, cuya independencia apoyó en 1836 al lado de los estadounidenses David Burnet y Samuel Houston.

Lorenzo de Zavala no pudo ejercer su cargo de vicepresidente tejano durante mucho tiempo. Electo el 16 de marzo de 1836, ese mismo año se volcó el bote de remos en que navegaba el río Buffalo Bayou. El flamante mandatario contrajo pulmonía y falleció el 15 de noviembre. Ocupó la vicepresidencia durante escasos ocho meses. Con todo, su apoteosis en tierras texanas dejó honda impresión en Yucatán.

En 1841 el estado peninsular estaba compuesto por los distritos de Mérida, Campeche, Izamal, Tekax y Valladolid. Estos tres últimos distritos incluían el territorio entonces casi baldío que después se llamó Quintana Roo. Las demarcaciones quedaron señaladas en la bandera yucateca: constaba de campo verde con cinco estrellas blancas, unido a tres franjas (dos de ellas, rojas, flanquean una banda blanca.)

Dos políticos nacidos en el puerto de Campeche —Santiago Méndez Ibarra y Miguel Barbachano y Tarrazo— intentaban controlar el gobierno del estado. Cada vez que uno de ellos alcanzaba la gubernatura, el otro se la disputaba sin demora mediante asonadas y motines. En una de esas revueltas Barbachano ocupó el palacio municipal y ondeó el lábaro yucateco, aprovechando que era el aniversario del nombramiento de Lorenzo de Zavala como vicepresidente texano.

El pretexto de Barbachano era su oposición al régimen centralista de Santa Anna. Con parecidos argumentos, la bandera yucateca fue ondeada en 1843 y 1845. Cada vez que el trapo se desplegaba en una asta, los contingentes de Méndez y Barbachano chocaban en escaramuzas. Cada líder político convenció en esas ocasiones a diferentes caciques mayas para que pelearan por sus partidos.

En 1847 los jefes mayas, hartos de que los políticos “blancos” no cumplieran sus promesas de liberarlos de contribuciones civiles y eclesiásticas, aprovecharon la experiencia militar adquirida en seis años de asonadas: desconocieron a Méndez, Barbachano y otros caudillos “blancos” para proclamar la sublevación de los pueblos mayas. Hasta 1901 no dejarían de combatir.

Temerosos de que los mayas se apoderasen del estado, los políticos en pugna se unieron para enviar a un destacado intelectual, Justo Sierra O’Reilly (padre del liberal Justo Sierra Méndez), a que ofreciera en venta el territorio de la comprometida república. Tras hacer ofertas que fueron rechazadas por españoles, franceses e ingleses, Sierra O’Reilly se embarcó a Estados Unidos para intentar una última negociación.

Los estadounidenses que ya se habían anexado Texas no consideraron valioso el estado que asediaban los mayas. Rehusaron comprarlo porque entonces ignoraban el altísimo ingreso que redituaría el cultivo del Agave fourcroydes o henequén, planta fibrosa que serviría para inundar al mundo con cordeles en 1880, gracias en parte a que las haciendas maiceras y cañeras yucatecas fueron destruidas o abandonadas durante la guerra contra los mayas.

Cuando Sierra O’Reilly informó del fracaso de su misión, a los yucatecos no les quedó sino rogar el apoyo de la detestada república mexicana. Santa Anna, humillado tras la intervención estadounidense de 1847, envió a las lejanas selvas peninsulares una tropa que no necesitó pelear mucho, pues los mayas dejaron el campo de batalla cuando estaban por tomar Mérida, para irse a sembrar los maizales que les daban sustento.

La guerra de los mayas contra los yucatecos continuó hasta 1901, cuando Porfirio Díaz envió tropas comandadas por carniceros —Ignacio A. Bravo, Victoriano Huerta, Aureliano Blanquet— a exterminar a los rebeldes.

Mientras los mayas combatían, Yucatán realmente perdió terreno: en 1853 Campeche se convirtió en estado autónomo; durante el medio siglo de la guerra muchas poblaciones yucatecas quedaron despobladas. Y en 1901 Díaz ordenó cercenar el territorio de Quintana Roo al estado yucateco.

A todo esto, la bandera yucateca fue arriada en 1848, con el decreto de la reincorporación de Yucatán a México expedido por Barbachano, y nunca más ondeó oficialmente. Guardada en el Museo de Historia de Yucatán, es fama que en 1915 Salvador Alvarado la envió al Museo de Instrucción Pública de la capital mexicana, supuestamente para colocarla entre otras banderas consagradas. Es más probable que el general sonorense buscara eliminar un símbolo que los levantiscos yucatecos podían retomar cada vez que se les ocurriese oponerse a la autoridad federal.

La bandera yucateca original se perdió así entre las reliquias patrióticas de la nación. Sin embargo, los yucatecos guardaron suficientes descripciones del palio separatista para enarbolarlo periódicamente y preservar su desdén hacia la bandera tricolor “fuereña” del águila y la serpiente.

Un momento en que un grupo separatista yucateco retomó la perdida bandera fue a finales de 1993, cuando la gobernadora Dulce María Sauria Riancho se le rebeló al despótico presidente Carlos Salinas de Gortari. Beneficiaria de una de las primeras “concertacesiones” del PAN con el PRI, Sauri Riancho ocupó la gubernatura que le correspondía a la panista Ana Rosa Payán. Sin embargo, a los dos años de su mandato Sauri se enfrentó con Salinas. Durante esos tensos días sus funcionarios organizaron reuniones secretas donde algunos propusieron separar el estado y adoptar la bandera de las cinco estrellas como símbolo de secesión. Al final, Sauri Riancho redactó en una servilleta de papel su renuncia a la gubernatura y huyó del estado.

En las décadas siguientes la bandera yucateca fue multitudinariamente ostentada en camisetas, calcomanías y toda clase de souvenirs por la población yucateca, en reacción a las políticas de los gobiernos federales desfavorables para con Yucatán.

Recientemente, el gobernador panista Mauricio Vila —quien pretende proponerse como candidato presidencial— ha fomentado de manera nada sutil que la bandera yucateca sea enarbolada como un lábaro patrio. Inclusive hizo ondear el 21 de agosto de este año el pabellón separatista, aunque tratando de disimular ese despliegue como un acto no oficial.

¿Para qué resucita Vila el símbolo del separatismo yucateco? Acaso es su manera de amagar al régimen actual con una secesión que, de intentarse, sólo puede traer lamentables consecuencias al estado yucateco, brutalmente disminuido desde 1901 por el desprendimiento del territorio que en 1974 se convirtió en la entidad federativa de Quintana Roo.

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